Home / Recursos de autocuidado /  Tuve que tocar fondo para cambiar mi vida
Tuve que tocar fondo para cambiar mi vida

Lo mejor que puedes hacer por ti y por otros, es conocerte. Usa nuestros recursos de autocuidado para transformar tu día a día.

Banner Imagen
Compartir
FacebookTwitterLinkedinLink
COMMENT
LIKE
Perfil
Marialessandria HerreraEditora Terapia a un Click
Tuve que tocar fondo para cambiar mi vida

Quién soy

Image

Tengo 28 años y puedo decir que mi infancia fue maravillosa. Padres amorosos, la mejor educación, viajes, amigas, deportes, clases de pintura (que siempre fueron mis favoritas). A los 20 años era una joven amable, trataba a todos mis amigos y compañeros de la universidad con cariño. Me conocían por mi buen humor, los hacía reír a todos. 

 

Estudié derecho y a los 22 años empecé a trabajar en el bufete que siempre quise. Trabajaba más que nadie. Me quedaba hasta las 9 de la noche en la oficina, comía a deshoras y no veía casi a mis amigos, familia o pareja de ese momento. Pensaba que era feliz, que estaba haciendo lo que se esperaba de mí y que sentirme tan productiva era lo correcto. 

 

A los 25 años mi pareja de ese momento me dejó. Me dijo que había descuidado demasiado nuestra relación, que sólo me enfocaba en el trabajo y había olvidado fechas especiales: cumpleaños, aniversarios, celebraciones. Me dolió pero me sumergí aún más en el trabajo para no pensar en ello, ignorar lo que me estaba pasando y no sentir nada. 

 

A mis 27 años, mi mamá se enfermó. Un cáncer terminal la estaba debilitando y mi papá no podía cuidarla sola. Yo soy hija única y debía estar ahí. Sin embargo, no tuve la valentía para ver a mi mamá así. Inventaba excusas para no acompañarla a las terapias, ignoraba los mensajes de mi papá cuando me decía que mi mamá estaba cada vez más débil. Mi mamá murió un año después de su diagnóstico y yo, de nuevo, me refugié en el trabajo. Escondí mis sentimientos, lloré un poco en el baño y atendí a mis clientes porque era lo que debía hacer. No sabía la bomba que se estaba formando dentro de mí. 

 

Había ascendido en el bufete y era una pieza importante dentro de la empresa. Mi trabajo era mi preocupación 24/7 y esa satisfacción la confundí con mi alegría y propósito.  

 

Está de más aclarar que no tenía amigos. Mis compañeros me ignoraban fuera de la oficina y hablaban a mis espaldas de lo obsesionada que estaba con el trabajo y lo amargada que me había vuelto. “Claro, si no tiene vida fuera de la oficina ¿Qué alegría va a tener?”. Los amigos que había hecho en la universidad se alejaron de mí, cansados de que rechazara siempre sus invitaciones cuando se reunían a recordar viejos tiempos. Simplemente estaba demasiado ocupada. Pensaba que era irremplazable en mi trabajo. Que nadie lo haría como yo. 

El derrumbe

Image

En una semana de mucho estrés porque estaba lidiando con un cliente muy grande, colapsé. Era jueves, 10 de la noche y yo aún estaba en la oficina. Empecé a sentirme mareada, no podía respirar y sentí una presión en el pecho muy fuerte. Sentía ganas de vomitar, llorar, temblar, todo al mismo tiempo. No entendía qué pasaba. Llamé a mi papá, pero no respondió. Estaba en el suelo de mi oficina cuando el muchacho de seguridad me vio y me prestó ayuda. Llamó una ambulancia y llegué a Urgencias. 

 

“Ataque de pánico, estrés excesivo, ansiedad generalizada, mala alimentación” fue el diagnóstico. La receta: descanso, psicoterapia, meditación, respiración consciente, ejercicio diario y mejorar mi alimentación. 

No lo podía creer. Tenía que tomarme un descanso. Yo. Que en 5 años me había dedicado en cuerpo, alma y mente a construir mi carrera. Que había dejado de lado a mis amigos, mi familia y mi pareja por ser la mejor abogada de la ciudad. Tenía que “descansar”, lo que significaba sentarme a enfrentar todo lo que había vivido. Mis pérdidas, mi mala actitud. 

 

En el trabajo me dieron 3 días libres. 3 días en los que pude ver realmente cómo vivía.

 

El primer día vi mi apartamento; un espacio muerto en el que no había ni una planta, no había una pieza de arte que me gustara. Abrí la nevera y solo vi una pizza que tenía 3 días. Sí, era mi casa, pero no era un hogar. No me había dedicado a mi espacio. Solo me iba muy temprano a trabajar y llegaba muy tarde a dormir, agotada. 

 

Al segundo día me llamó mi papá. Cuando le dije que tenía el día libre se sorprendió. Fuimos a almorzar y vi el dolor en sus ojos por mi abandono, por el trato que le había dado a mi mamá durante su enfermedad. Le conté lo que me había pasado y por primera vez en mucho tiempo lloré como una niña que necesitaba el abrazo de su papá… y lo recibí. 

 

Al tercer día me apunté al gimnasio. Nunca había pisado uno en mi vida. No tenía tiempo para eso. Me gustó. Conocí a mi entrenadora y empecé a mover el cuerpo. Me di cuenta de que me había descuidado, me costaba respirar y cargar las pesas más livianas se sentía como una tortura. 

 

Volví a la oficina y me obligué a irme a las 5 de la tarde, sin importar cuánto trabajo hubiera en mi escritorio. Creo que este fue el mayor reto. 

Ir a terapia

Image

No voy a mentir, me costó varias semanas aceptar que debía ir a terapia. Que debía hablar con otra persona, contarle quién era y qué me pasaba. Sentía vergüenza, miedo. Me molestaba mucho haberme puesto en esa situación. Fui a Google y encontré a la psicóloga que pensé que necesitaba. Su perfil decía que se especializaba en problemas de estrés y ansiedad. Perfecta, ¿no? 

 

Llegué a mi primera sesión muerta de miedo. No sabía qué esperar. Mi terapeuta, era una mujer de unos 40 años, con quien me conecté de inmediato. Le conté sobre mi familia, mi mamá y su enfermedad, la joven alegre que fui, mi trabajo, el episodio del ataque de pánico y los 3 días que me tomé libres, la conversación que tuve con mi papá y cómo me sentía en el gimnasio. 

 

Fui muy superficial. Pensé que contar lo que me pasaba por encima bastaba para sentirme mejor, que me daría una receta mágica y tendría una vida nueva. No fue así, obviamente. 

 

Mi terapeuta quiso profundizar en mi relación con mis padres, mi niñez y crianza. Le conté que fue maravillosa, fui una hija única consentida y adorada. Crecí con todos los privilegios y estaba muy agradecida con mis padres. Era la primera vez que estaba en contacto verdadero con la gratitud y era mi primera lección. Estaba verdaderamente agradecida por la vida que tenía pero no lo veía. 

 

Al terminar, me pidió que nos viéramos la siguiente semana y yo no podía creerlo. ¡Tenía que volver a terapia! 

 

Volví. Y esa segunda vez le conté sobre mi exnovio. Un hombre maravilloso que me había dejado porque yo lo había descuidado por mi trabajo. Un hombre que ahora estaba a punto de casarse con alguien que seguro era mejor que yo. Más linda, más interesante. Seguro ella no estaba obsesionada con el trabajo. Me quebré. Lloré y me di cuenta de lo que había perdido. Como una niña malcriada decía que quería retroceder el tiempo, deshacer mis malas acciones, recuperarlo. Pero aprendí mi segunda lección: de nada sirve auto castigarnos por nuestros errores porque el tiempo no se puede retroceder. Solo nos queda aprender y ser compasivos con nosotros mismos. 

 

Al terminar esta sesión, la terapeuta me dijo que nos veríamos una tercera vez. ¡¿Qué?! Pero volví. 

 

En mi tercera sesión, mi psicóloga, que ya me conocía mejor, me preguntó sobre mi cuerpo: cómo lo veía, qué me gustaba de él. Fui muy honesta y le dije que mi cuerpo era mi instrumento. No me encantaba, me sentía un poco gorda, tenía algo de acné y el pelo opaco, pero me permitía ir a trabajar, pensar, lograr negocios con clientes grandes y ya. Lo alimentaba con lo necesario y dormía un poco. Al contarle mi día a día, me di cuenta de que había sometido a mi cuerpo a un trato injusto y por eso me había pasado factura. Nunca había pisado un gimnasio en mi vida, no caminaba y me alimentaba de comida rápida todos los días. 

 

Sé lo que estás pensando y estás en lo correcto: la terapeuta me dijo que tenía que volver para una cuarta sesión. Ya no me sorprendí. Volví con todo el gusto del mundo porque, como puedes ver, la terapia me estaba abriendo los ojos. 

 

En mi cuarta sesión hablamos de mi tema favorito: mi trabajo. Durante 20 minutos hablé con pasión sobre lo que hacía, mis clientes, el dinero que ganaba, cómo me gustaba y lo que había logrado. En ese momento me preguntó si sabía cuál era mi propósito en la vida y yo dije que era ese: ser una abogada con mucho dinero. Hubo un silencio y me di cuenta de lo que acababa de decir.

 

Tener mucho dinero y una carrera que no me dejaba tiempo libre y se consumía mi salud mental y física no podía ser mi propósito. Primero, porque me iba a morir muy joven y segundo, porque me hacía feliz superficialmente. En el fondo de mi mente y mi alma, lloraba por la desconexión que había generado con mis seres queridos. Me había sumergido en el trabajo para no hacer el duelo por la relación que había terminado y por la muerte de mi mamá. Estaba muy desconectada de mí misma. 

 

Además, en esa cuarta sesión aprendí que nunca me había dado la oportunidad, en mi vida adulta, de conectar con el gozo, con mis pasatiempos, con los deportes que me gustaban de niña, con pasear, pintar, con la naturaleza, con viajar. Tenía una cuenta bancaria gigantesca que no tocaba por miedo a no ser millonaria. Sí, estaba muy orgullosa de mi carrera pero me había costado mucho: había perdido a mi pareja, mis amistades, le había fallado a mis padres en un momento en el que me necesitaban y había puesto en riesgo mi salud. 

 

Aprendí que en mi trabajo, por mucho que me costara aceptarlo, era reemplazable. Lamentablemente o afortunadamente, existían muchas abogadas talentosas en muchos bufetes. Pero yo era la única hija de mi papá, era la única Paola, con mis gustos, virtudes y defectos

 

Continué yendo a terapia una vez por semana por 3 meses. Fue un proceso doloroso, de autoconocimiento y mucha consciencia sobre quién soy, mis errores y fortalezas. 

Luego de un tiempo, la terapeuta me dijo que podía ir a consulta una vez al mes y comunicarme con ella en caso de emergencia.  Pero sí me mandó tarea: 

  1. Continuar yendo al gimnasio y allí, debía hablar con alguien, con quien fuera. Del clima, de política, de una serie. De cualquier cosa. Debía empezar a socializar y hacer amigos. Fue difícil pero me abrí y hablé con gente. Me reí y recordé lo buena amiga que podía ser. 
  2. Empezar a comer mejor. Cocinar en casa y bajar el consumo de comida rápida. 
  3. Buscar ideas para decorar mi casa y ejecutarlas. Me abrí una cuenta en Pinterest y empecé a comprar plantas, cuadros, flores, pinté de colores hermosos mi sala y me enamoré de ella. Empecé a querer estar en mi hogar. 
  4. Volver a conectar con un hobbie que me hiciera feliz. Recordé lo feliz que me hacía pintar y me inscribí en clases de pintura. Iba después de la oficina, dos veces por semana y creaba cuadros, me desconectaba de la Paola abogada adulta y conectaba con la niña que fui. 


 

En mis clases de pintura también hice amigos y conocí a Julián, un hombre maravilloso que me hizo reír y que compartió conmigo sus técnicas artísticas. No fue amor a primera vista, me di el tiempo de conocerlo, de cultivar una amistad bonita. Le conté sobre mi obsesión por el trabajo y lo que había generado, mi proceso terapéutico y lo que estaba aprendiendo. 

 

Un año después

Image

Un año después de mi primera sesión de terapia, puedo decir que me salvó la vida:

Hoy tengo una relación que no descuido porque aprendí de lo que hice mal sin darme con un látigo de autocastigo. 

Hoy hablo diariamente con mi papá, le digo que lo amo y lo agradecida que estoy con él. 

Hoy amo mi cuerpo, lo alimento y lo muevo porque es el que me permite ser quien soy. 

Hoy cultivo mis amistades, estoy pendiente de sus eventos y mensajes. Soy una buena amiga. 

Hoy me considero una pintora aficionada porque sigo alimentando mi pasatiempo favorito: pintar. 

Hoy entro y salgo a mi hora del trabajo. Tomo vacaciones, viajo con mi papá y Julián y sé que, aunque soy reemplazable, soy talentosa y valiosa en el bufete. 

 

No te voy a mentir. Decidirme ir a terapia fue un paso que me costó valentía y ha sido un camino doloroso, de autoconocimiento y de admitir errores, algunos gravísimos que cometí contra la gente que amo y contra mí misma. 

 

Sin embargo, en ese camino he logrado conectar y sanar con mi niña interior, con mi valor como ser humano. 

 

Si te digo que ya encontré mi propósito te miento. Aún me estoy buscando, me estoy conociendo porque con la terapia he aprendido que los seres humanos ESTAMOS SIENDO, es decir, seguimos creciendo, aprendiendo, todos los días. Cometemos errores, aprendemos, herimos, sanamos y seguimos siendo. 

 

Creo que, entre tantas lecciones, la más grande que me ha dado ir a terapia es aceptarme como un ser que se equivoca y crece constantemente, pero que soy única y especial para un grupo de personas que me ven con amor y compasión y, solo por eso, vale la pena seguir buscándome, queriendo mi cuerpo y llevándolo a lugares hermosos, valorando a quienes me acompañan, no dando por sentado su compañía. 

 

Esta es mi historia y si la leíste completa es porque quizás aún no estés convencid@ de que necesitas ir a terapia, pero quiero decirte algo más: no tienes que llegar al fondo para decidirte a ir a terapia, no tienes que pasar por una crisis de ansiedad o depresión, no tienes que llevar tu cuerpo a extremos para pedir ayuda. 

Perfil
Marialessandria Herrera

Editora Terapia a un Click